13.2.10

Sangre

La parte más difícil no fue sacar toda mi sangre, fue ponerla a hervir mientras me hallaba completamente seco. No es fácil moverse cuando no hay irrigación de los músculos. Sin embargo, lo hice. Cada centímetro fue de dolor intenso, mi piel estaba completamente pálida, era papel, cada centímetro recorrido por mi brazo desgarraba las fibras de mis deltoides, bíceps, tríceps, flexores. Todos y cada uno deshaciéndose, como si se tratara del brazo de alguna antigua momia, pero nada salía de las grietas, mi sangre estaba toda en la olla donde suelo preparar la pasta. Parecía que se reía, pero podría haber sido una trampa de mis ojos, que comenzaban a arrugarse como plástico en una llama; aunque, cuando comenzó a hervir, podría jurar que escuché como mi sangre gritaba, pedía ayuda, imploraba por favor volver a recorrer mi cuerpo, deslizarse por mis arterias, atrincherarse en mis vasos, para regresar por mis venas y devolver el propósito a mi corazón. Sentí un profundo deseo de responder a sus súplicas. Cada vez era más difícil mantener el equilibrio. Mi razón me abandonaba. Es imposible pensar cuando no se tiene sangre en el cerebro. Mi deseo de ayudar se desvaneció, mi cuerpo comenzaba a desplomarse. Yo no veía, no sentía, no pensaba y aún así lo sabía, estaba cayendo al suelo, mi cuerpo se quebraba como un antiguo jarrón chino. El último vestigio de mis sentidos captó finalmente, dentro de la olla, la ebullición de mi sangre, ya era hora de poner la pasta y no había nadie alrededor.