30.6.10

La violencia en Santiago

Finalmente, después de meses de entrenamiento y después de tres días de patrullar sigilosamente su vecindario, Santiago consiguió la oportunidad de poner a prueba lo que consideraba el propósito de su vida. Los vio saltar el muro de una casa a dos calles de la suya, eran dos, iban armados. Subió al techo de la casa lentamente, sin hacer ruido. Caminó por el techo sin agacharse demasiado, el traje y el pasamontañas negros le daban suficiente camuflaje en la noche sin luna. Las luces de la calle tenían días sin funcionar. A cada paso que daba podía sentir las tejas agrietándose bajo sus pies, pensó que esas tejas eran una perfecta metáfora para cada ley y cada regla que se disponía a romper. Silencio. Al acercarse al borde del techo, alcanzó a ver la luz de una habitación proyectada sobre el pasto del jardín. Escuchó la voz de uno de los delincuentes, le daba indicaciones a sus víctimas de permanecer en silencio, los amenazó de muerte.

Santiago se acostó sobre el borde del techo, bajó la cabeza para observar hacia el interior de la casa, la ventana era grande, estaba cerrada, pero era corrediza, de puro vidrio, no sería mayor problema para él. Podía ver al criminal apuntando hacia una esquina de la habitación, era joven, máximo veinte años de edad. No alcanzaba ver cuantas personas estaban siendo amenzadas por esa mano nerviosa con el dedo en el gatillo. De pronto entró el segundo de los delincuentes, no pudo ver su cara, pero sí vio cuando le dio un rollo de cinta adhesiva. Le dio la orden a uno de los rehenes de levantarse, era una mujer, por su cuerpo parecía joven, adolescente incluso, aunque tampoco pudo verle la cara. Vio como la amarraron de las manos, luego las piernas y finalmente un pequeño pedazo de cinta que funcionaría de mordaza. El hombre subió a la joven sobre uno de sus hombros como un costal y salió de la habitación. De pronto tratará de violarla, pensó Santiago. El primero de lo delicuentes, se quedó en el cuarto, caminó con la cinta adhesiva en las manos hasta desaparecer por el borde de la ventana, sin duda para amarrar a la otra víctima. No había mucho tiempo que perder. Al momento que el joven criminal volvió a aparecer en la ventana, ya teniendo a su víctima completamente inmovilizada, guardó su pistola en la parte de atrás de su pantalón y se recostó de espaldas en la ventana. Lo escuchó decir a la víctima que no se preocupara, porque su “bróder” trataría muy bien a la “princesa”. Era el momento.

Santiago se puso de pie, dio algunos pasos hacia atrás, alargó el cuello para ver en la sombra del jardín si su primer objetivo seguía en la misma posición, recostado de espaldas en la ventana. Dio un paso para tomar impulso y brincó con su cuerpo hacia adelante como si fuera a lanzarse de clavado. Cruzó las manos para tomar el filo del canal por el que escurre el agua de la lluvia y una vez que rebasó completamente el borde del techo y con sus manos bien posicionadas, los brazos se enderezaron y con ellos todo su cuerpo. Se balanceó con mucha fuerza con las piernas hacia la ventana y la atravesó golpeando al asaltante. El ruido del vidrio al romperse fue estridente. La patada había sido lo suficientemente fuerte para dejar a su primer oponente en el piso boca abajo. Perfecto, sin duda el otro habría escuchado la conmoción. La velocidad era clave. Santiago sacó la pistola del pantalón del delincuente y la usó para golpearlo en la nuca con mucha fuerza, sintió como el golpe rompió algún hueso del cráneo. Perfecto. No se levantaría en un rato, si acaso se levantaba. Volteó a la esquina y se encontró con una mujer de unos cincuenta años de edad, amordazada. La otra víctima, sin duda la madre de la joven. En aquellos ojos podía ver completo terror. Fue ahí cuando se percató de lo calmado que se encontraba, si bien se había preparado para este momento, igual nunca pensó que estaría tan tranquilo. Se llevó el dedo a la boca para indicarle a la mujer que hiciera silencio. Rápidamente sacó el enorme cuchillo de caza que traía en la pierna derecha y se colocó a un lado de la puerta. No pasaron tres segundos cuando el segundo criminal, el “bróder”, entró corriendo; pero no había terminado de abrir la puerta cuando el cuchillo atravesó su garganta. Santiago retiró el cuchillo con fuerza, haciendo que un gran chorro de sangre salpicara el piso. El cadáver se desplomó y quedó aparatosamente postrado contra el marco de la puerta. Santiago lo observó durante unos segundos, a ver si sentía algo al acabar por primera vez con una vida. No sintió nada, de pronto era la adrenalina haciendo su efecto. Un grito ahogado por la mordaza lo hizo voltear, el primero de los dos jóvenes se estaba recuperando, comenzaba a ponerse de pie apoyándose sobre su mano izquierda, pero Santiago lo hizo caer nuevamente barriéndole el apoyo con el pie. Lo tomó del cuello de la camisa y lo hizo voltear boca arriba. Ya estaba despierto, pero muy aturdido, sus ojos no podían enfocarse, no sabía lo que estaba sucediendo. Reaccionó cuando sintió las rodillas apoyándose en sus dos brazos, cerca de los hombros, para inmovilizarlo. Santiago lo miró fríamente a los ojos, comenzó estrangularlo, cada vez con más fuerza, sentía sus dedos enterrarse en el cuello, también los rodillazos desesperados en su espalda, pero todos sus músculos estaban concentrados en este momento. No dejaba de verlo a los ojos, quería ver el momento exacto en que la vida los abandonara. Sentía la agitación de la mujer amordazada en la esquina, sentia el horror de ella al verlo asesinar a sangre fría a estos dos que habrían hecho lo mismo con ella. Sin embargo, no se sintió mal, no sentía remordimiento, pensó que ver la luz de esos ojos perderse poco a poco a causa de sus propias manos era algo divino, celestial. Sintió amor. No podía ponerle otro nombre a lo que sentía por ese criminal que moría entre sus manos. Le agradecía la oportunidad liberar toda su violencia, por darle la bienvenida a ese otro mundo al que las personas “buenas” temen entrar. Finalmente aquellos ojos se desorbitaron y no hubo más pelea, no había más vida en ellos.

Santiago se levantó, volteó a ver a la mujer, sonrió y de un salto escapó por la ventana. Había conseguido su propósito, su razón de ser. Pensó que sólo a través de toda esa violencia era verdaderamente libre. Ahora el bien y el mal son la misma cosa, él es la evidencia. Su trabajo seguiría hasta la muerte, una muerte que le coqueteaba desde que nació y que ahora finalmente haría suya.

21.6.10

Elena ya no tiene la llave

Dicen que la ha perdido, yo asumo que la barrieron debajo de la alfombra. Sobre la mediocridad de la señora que limpia la casa de Elena recae la injusta sospecha. Su hijo, su tesorito, sería el verdadero culpable. Barría apresuradamente un desorden que hizo la noche anterior mientras cargaba una y otra vez su pipa con marihuana en compañía de algunos de sus mejores (para su mamá peores) amigos.

Pobre Elena, ella siempre ha tenido la llave. No era amiga del destino, ni de la idea del destino, pero no tenía, como nosotros, la posibilidad de decir que no creía en el destino. El de ella se le había parado enfrente con sonrisa retorcida, sardónica, inolvidable, le había dado una llave, que abre algunas cosas, cierra algunas otras, nunca da tregua y no la juzga nunca, aún cuando la ha perdido. Entiendan que no puede luchar el destino contra el amor de una madre por su hijo.

Yo conozco dos verdades, una está frente al espejo y la otra en el bolsillo trasero derecho de mi pantalón. Son superficiales mis verdades, porque que si fueran profundas, al momento de llegar a ellas, ya se hicieron viejas, mañosas y falsas. Elena no conoce ninguna verdad, al punto que esa palabra no significa absolutamente nada para ella. Ha sido amante de bandidos y bribones, de santos y de héroes. Alguno de ellos el padre del marihuanerito que, yo asumo, perdió la llave, la llave de su madre.

Es angustioso perderlo todo. Es difícil encontrarse a uno mismo cuando aquel objeto en el que uno depositó el sentido de su vida, de pronto se extravía. El miedo maneja a todos los seres humanos, mentira, a todos menos a quienes lo aceptan y tratan de superarlo. Fue así el caso de Elena, quien respiró profundamente, calmó su cabeza y antes de gritarle a nadie fue y vació su cartera y ahí, brillando sobre el mesón de la cocina, cayó la llave, perdida, en la vorágine que habita las carteras femeninas.

Yo estaba equivocado, Elena tiene la llave.

18.6.10

A Cristina

A Cristina le escribo un poema sencillo,
peca de mediocre, es gris y sin brillo,
hablar de campos y flores, podría
Pero Cristina aborrece las cursilerías.

Quisiera contarle un tanto del mar,
mecerme en las olas de su imaginar.
Mas nunca hago mella en la inmunidad,
acurrucada y necia de su voluntad.

Luego le menciono el cielo y las estrellas,
cómo desaparecen cuando la veo a ella.
Incrédula, me acusa de ser exagerado,
y se dibuja su sonrisa sobre mi teclado.

¡Ay! Cristina ¿Me dirás si te sonrojas?
disculpa la palabra, pero se me antoja
decirte que eres, exageración aparte
la mujer más bella que haya visto… en Marte

Y espero el momento en que comprobaré,
al verte sentada detrás de un café,
si le haces justicia a tus fotografías,
sin garantizar la ausencia de cursilerías.