22.2.11

Víctimas del salitre

Él se volteó para dar la cara a la puerta, quedando al borde del sofá en el que se encontraba acostado, como de costumbre. La forma de su cara permanecía por más y más tiempo cada vez en el cojín que adorna el respaldo del mueble. Había escuchado el sonido del llavero de Ella y aguardaba los segundos finales para verla entrar, con la ropa de trabajo que tan sexy le pareció desde siempre. Lastimosamente, esta vez las probabilidades de seducirla y apurar el almuerzo para conseguir un poco de sexo apresurado eran escasas. Hoy es un día de pelea. Pensó que habría sido chistoso esperarla con guantes de boxeo, pero los había dejado en el gimnasio y posiblemente su sentido del humor, encantador para ella alguna vez, en esta ocasión solo aceleraría el aumento de los decibeles de la dicusión.

Ella entró. Él se sentó derecho. Holas secos. Comida. Sonido de cubiertos en los platos. Silencio. Ella comenzó a hablar, a decir todo lo que la estaba molestando últimamente: ropa sucia, literal y figurativamente, siendo ropa un sinónimo de trapos, pensó él y sonrió de un lado de la boca. Rápidamente escondió la sonrisa, pero Ella lo conocía y vio la sonrisa aún en sus ojos y dejó salir la furia, el verdadero conflicto, todo aquello que la irritaba se hacía palabras que a su vez irritaban sus cuerdas vocales. Era grave, pero hermoso. Sin duda tenía la regla, para ponerse en ese estado irracional tan rápido. Él pensó que habría sido justo tomarse aquella media botella de tequila que había en el bar, el alcohol siempre hizo para él lo que las hormonas para ella. Volvió a sonreír, esta vez no lo escondió. El detonante de la discusión había sido su escapada el fin de semana anterior a la playa con sus amigos.

Suspiro. Los suspiros son cansancio, pensó. Esto iba más allá de la playa, era evidente que ella lo había dejado de querer, pero él nunca se dio cuenta a pesar de que ella nunca dio señales, aunque ella seguramente diría que dio cientos de señales. Tenía ganas de contestar y de pelear, la misma pelea de siempre, solamente que este era el último round. Pero no lo hizo. Una extraña sensación, sentía una segunda capa de pensamiento más arriba de la habitual, esa que está llena de reproches y críticas. Pensar. Callar para pensar. Suspiro. Los suspiros son madurez, pensó. Uno se enamora de lo humano, lo incómodo, lo molesto; siempre y cuando lo bueno nos permita olvidarlo. Un abrazo, un beso, sexo. Ella seguía gritando, el veía su escote y evaluaba la situación como una partida de poker ¿Qué mano necesito jugar para conseguir estrellar mi cara ahí por última vez? Esa era una gran pregunta. Suspiro… ¿O gemido? ¿Acaso el amor no es una mezcla de ambos? Con un gesto de la mano le indicó a Ella que se detuviera, porque de entre sus labios salían las patéticas palabras que por tercera vez escuchaba dirigidas directamente a él: Necesito tiempo.

Es una lástima, dijo Él. Porque aún queriendo no sabría como dárselo. Entonces, consciente de que el poco tiempo que tenía tendría que dárselo, puesto que ella lo estaba pidiendo, resolvió estirar la mano y alcanzó a meterla dentro de blusa y sostén. Ella quedó boquiabierta sin poder creer lo que sucedía y mucho menos el efecto que aquello estaba teniendo en su cuerpo. Bioquímica, hermoso artilugio de las carnes. Él con su metacarpo lograba decirle a su pezón lo que su boca había fracasado en decirle a sus oídos tantas otras veces. El amor es así, extraño. En algunas ocasiones las palabras quedan obsoletas y dar un beso es muy vano, mientras que poner la mano en la teta es la manera más adecuada de decir algo tan perversamente complejo como un te amo.