Aquel trago de aquella botella tenía sabor a buenas fiestas con viejos amigos, por eso su sonrisa guardaba, junto a la alegría del buen momento, un espacio para la melancolía. No hubo ahí un rastro de sufrimiento, sólo la placentera sensación de saberse querido, en tiempo presente, a través de recuerdos inevitablemente pasados.
A la luz de esa intermitente soledad, aquellas memorias tenían un resplandor casi solemne, cosa curiosa porque las que más apreciaba eran en su mayoría puras vagabunderías que mejor ni contarlas a quienes ahora lo acompañaban. La grandilocuencia que vestía sus recuerdos se la había dado el buen humor que nace en los que saben hacer de sus equivocaciones eventos dignos de la envidia de grandes artistas, a ver si luego el chisme da lugar a algún buen mito. Aquellos hechos que de ser confesados seguro levantarían algún cargo en alguna corte, siempre serán para él parte de la gesta heroica que ha sido vivir su vida con una mano adelante y la otra en la copa.
Así fue que esa noche comenzó el brillo de sus ojos. Al principio era atribuible al exceso de ron que corría en su organismo, pero los más observadores podían detectar algo más. Hubo un grito de amor en el aire que lo hizo volver en sí y es que con un grito como ese alguien podría salir corriendo, como ave espantada ante el primer disparo de un cazador. No pasó nada, piensa que supo disimularlo y volvió a sumirse en ese lugar normalmente invisible que ahora se delataba en un brillo detrás de sus pupilas, ahí estaba tranquilo todavía, sabía que tenía que disfrutarlo todo como estaba porque luego cuando él se atreviera a tratar de tocar la realidad y manipularla un poco para conseguir aquello que quería, segurito todo le salía al revés y terminaría nuevamente borracho, esta vez también extrañando aquellas buenas fiestas con viejos amigos, porque aquellos siempre son buenos para levantar ánimos caídos y para cruzarlo por el umbral de lugares inmorales, mientras él interpreta al hombre digno que no quiere estar ahí, en un fútil esfuerzo de postergar la sensación de culpa que inexorablemente le dará al ver el siguiente estado de cuenta.
Suficiente. El pesimismo no puede empañar el momento, el disfrute sigue ahí, al alcance de la mano y su sonrisa, aquella que guardó espacio para la melancolía, ahora lo va cediendo a su imaginación y vaya que tiene imaginación el hombre, que una sonrisa de ella le da para días enteros de historias dignas de las mejores y peores cintas hollywoodienses.
Ahí lo tienen, siempre se trata de alguna “ella”. Esa sonrisa de idiota tiene nombre y apellido. Casi aburre a su escaza audiencia con sus tonterías, porque él se sabe autor de incontables estupideces como esta, pero eso no lo frena, porque tarado como es, le basta con ver como se unen piernas y espalda en aquella mujer para restarle uno a uno todos los puntos que construyen con tanto orgullo su coeficiente intelectual. Al menos él se cree genio, queda por ver si es cierto y así le sobra un poco de cerebro al tenerla enfrente, aunque sea apenas suficiente para rescatar un par de palabras bonitas o algún viejo cliché que le salve la vida.
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