30.5.11

(El basurero)

El niño se detuvo al llegar a la reja, lanzó su mochila por encima del alambre de púas y se arrastró con cierta dificultad por el pequeño espacio entre la parte inferior de la reja y un agujero aparentemente hecho por un perro. Se levantó, se sacudió la tierra, tomó su mochila y echó un vistazo a las grandes montañas de desperdicios que conforman la topografía de aquel particular basurero.
El niño comenzó a marchar sin prisa. Aunque venía con una meta muy específica, sabía que aún era temprano y siempre le entretenía hurgar un poco entre la pila de desechos, ya que en ocasiones encontraba algún tesoro inesperado que valía la pena conservar. Así fue que, después de rodear la montaña de promesas incumplidas, revisar con melancólica sonrisa aquella torre de sueños olvidados e ignorar deliberadamente las ilusiones desechas; el niño llegó al sitio que semana tras semana visitaba desde que tenía memoria, el descomunal cerro de corazones rotos, dónde esperaba conseguir lo que desde hace tanto tiempo ya buscaba.
Colocó su mochila al pie de la montaña y con mucho cuidado comenzó a meter las manos y a escarbar poquito a poco y con mucho cuidado. La labor siempre era difícil por el olor, casi imposible de soportar, que emanaba de aquel poquito de odio amargo que segrega el corazón al romperse y al que nunca se había podido acostumbrar.
Pasaron las horas. A ratos se ilusionaba al ver algo brillar, pero siempre era el brillo de algún primer amor que, inocente, había caído ahí por el camino del olvido y se conservaba casi siempre intacto. Al tocarlo, se sentía claramente la textura de lo irreal, de la ilusión, hermosa, infantil y pasajera.
La luz del día comenzaba a abandonarlo y con ella sus ánimos. Se vio a sí mismo sucio y cansado, así que decidió acabar su búsqueda más temprano que de costumbre. Cuidadosamente descendía hacia el sitio donde había dejado su mochila cuando, en un descuido, su pie quedó atorado en un hueco, que lo llevó a tropezar y a rodar montaña abajo, seguido de montones de cientos de corazones rotos que salpicaban sangre en todas direcciones como si tratara de una escena de terror. Molesto, se levantó, comenzó a quitarse trozos del cuerpo, pero eran demasiados, así que se resignó a esperar a llegar a su casa. Dio un paso y, ahí, su pie tropezó algo. Brillante, intacto, hermoso, lo que hace tanto tiempo había estado buscando, se encontraba frente a él.
El niño –que en realidad no es niño- tomó el preciado tesoro entre sus manos, le sacudió la tierra con la tela de su camisa y lo admiró. Tenía al máximo la aguja del medidor de belleza, sintonizaba con nitidez el canal de los recuerdos y, aunque estaba vacío el tanque de esperanza, traía una brújula que con obstinada resolución apunta siempre en dirección a tu sonrisa. El niño envolvió el corazón en papel periódico, lo guardó cuidadosamente en su mochila y emprendió, satisfecho, su regreso a casa; sin imaginar que en lo más profundo de su recién hallado corazón, había un reloj en cuenta regresiva que iba en 5… 4… 3… 2… 1…

1 comentario:

Anónimo dijo...

no pasé del primer párrafo, hueva total.